La primera vez que oí hablar de una skincare, pensé que mi amiga me estaba hablando de una skinhead. Tengo un inglés horrible y no es raro que confunda las palabras. El caso es que me quedé mirándola fijamente esperando el momento en el que seguro iba a narrar una pelea. Pero lo único que hizo fue pasar su mano con suavidad por la cara y empezar a lanzarme nombres de productos. No había ninguna cabeza rapada. Tan sólo su rutina facial. El relato del conflicto se desvaneció dejando paso al relato pastoso de las cremas. Yo ya estaba medio aburrida cuando mi amiga me dijo: "Mira, espera, tienes que probar esta". Y acercó su mano embadurnada de un líquido blanco a mi frente. Es aquí cuando aparece la skinhead, que en una especie de exorcismo monstruoso de repente me posee y le digo "ni se te ocurra tocarme la cara con eso". "Venga ya", me contesta ella, "si sólo es una crema". Hay pocas cosas que tema más en el mundo que empezar a echarme una crema. Siento que el día que lo haga se abrirá el universo en dos y aparecerá un agujero negro que engullirá todo a su paso y me dejará la cuenta temblando. Lo temo porque sé el potencial adictivo de las pieles. Y porque yo, como todas, he visto La sustancia ocultando los ojos entre mis dedos y riéndome escandalosamente para tapar el horror. Sabes de lo que te hablo. Tengo 33 años y todas mis amigas están enganchadas a Netflix y a sus rutinas faciales. Trasnochan viendo series y luego intentan cubrir las ojeras con lo que tengan. Yonquis del ácido hialurónico y del retinol. Hace unas semanas estaba en el cumpleaños de una amiga escritora. Habíamos hecho un corrillo y hablábamos de las cosas de las que hablamos siempre, es decir, de precariedad y de supervivencia. Alguien sacó entonces la pregunta: "¿Qué es lo más extraño que habéis robado?". Y alguien lanzó entonces la respuesta: "Yo el otro día robé un sérum que costaba 60 euros". Ni que decir tiene que ahí estaban algunas de las mentes más brillantes de mi generación, hechizadas con el cómo, dónde y cuándo sustraer dicha sustancia. Como en uno de mis cuentos favoritos de Lucia Berlin, donde un grupo de mujeres de la limpieza se reúne para compartir el botín de lo que han robado. Sólo que hace 50 años las mujeres robaban laca de uñas y perfumes, porque sus caras no demandaban las cremas como productos de primera necesidad. Nos vi en un cuadro, jóvenes adictas precarias sin futuro, y luego nos vi en una canción, antes muertas que sencillas. Y luego pensé que cuando las posibilidades del futuro se cancelan, es normal que nos lancemos a intentar conservar el presente como sea. Congelando una arruga. Inyectándonos un más que sospechoso líquido verde. Llevándonos escondida en la chaqueta la esperanza que nos ha prometido cualquier amiga, cualquier bote.
AGITAR DESPUÉS DE USAR
He visto a las mejores mentes de mi generación arrastradas por un bote de retinol
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